Nunca había cuestionado la educación primaria y secundaria que recibí, pero ahora, con un poco más de conocimiento, no me puedo abstener de tacharla como una educación sexista que simplemente naturalizó y normalizó pensamientos, actitudes machistas y patriarcales en mi vida.
Resulta que fui educada con prácticas y actitudes que obligaban a tratar diferente a las personas en función de sus genitales. En mi escuela era normal que a la hora del recreo los niños fuesen los dueños de las canchas, sobre todo las de fútbol. Si una niña quería jugar al fútbol con ellos era apodada como machona, marimacha o varona, y en las clases de educación física estas actitudes se reforzaban aún más.
Recuerdo también que la máxima autoridad de mi establecimiento educativo siempre estuvo representada por figuras masculinas, por lo que crecí con la idea de que el carácter más emotivo, sensible y frágil que tenían las maestras, les impedía ejercer profesionalmente estos pequeños puestos de poder.
Por otro lado, no es hasta ahora que me doy cuenta que ni las aulas, ni el patio del recreo, ni las canchas, ni ningún espacio dentro de mi colegio era un lugar seguro para las personas pertenecientes a la comunidad LGTBIQ+.
En mi colegio, si un hombre demostraba tener características establecidas socialmente como “femeninas”, o en contraste, si una mujer expresaba características disque “masculinas”, o si llegábamos a tener una orientación sexual diferente a la heterosexualidad, nos veíamos indudablemente expuestos a bullying, discriminación y violencia de todo tipo, y no solo por parte de los demás alumnos, sino también por parte de la planta docente y administrativa. Aquí el régimen de heteronormatividad era el único que parecía correcto para todo contexto.
El resultado de esta educación sexista impartida en los establecimientos educativos se refleja en esta gran brecha de desigualdad y violencia de género que aún vivimos. Entonces, no cabe duda que la raíz del problema es la educación, esta educación conservacionista, patriarcal y dualizada que excluye a la realización de la diversidad sexual, cultural y humana. Pero así mismo me atrevo a asegurar que la solución para el logro total de la igualdad de género está en manos de la propia educación.
Para lograr el cambio en la sociedad, la comunidad educativa debe ser transformada. Empoderar a las niñas y a las adolescentes en escuelas y colegios es clave para que no sea su condición biológica la que decida su carrera profesional, sino únicamente sus capacidades. Una educación no sexista rompería estereotipos absurdos, colateralmente las mujeres lograrían una independencia económica igual a la de los hombres y la brecha se reduciría. Las comunidades educativas deben discutir en las aulas sobre el lesbianismo, lo transexual, la homosexualidad y sobre todos de las minorías, porque únicamente en estos espacios se puede normalizar estos temas y erradicar la violencia y discriminación.